Las reformas legislativas promovidas por el movimiento de buen gobierno corporativo han configurado el cargo de administrador como una profesión de alto riesgo.
Entre el despliegue de medidas para la mejora del gobierno corporativo, la pretensión de controlar y monitorizar la actuación de los administradores constituye una de las piedras angulares de la aspiración. Y es que los efectos de la actuación de los administradores de sociedades pueden ser de incuestionable intensidad y no solo por actuar con mala fe o deslealtad corporativa, sino por hacerlo con falta de la diligencia propia del ordenado empresario, por error, culpa o negligencia grave. Ello ha impuesto la necesidad de arbitrar un cuerpo estatutario de derechos y obligaciones que le aporten, a él mismo y a socios y terceros, seguridad jurídica en el desarrollo de su cargo.
En efecto, del movimiento de gobierno corporativo, surge una nueva concepción que ve en los deberes fiduciarios de los administradores (diligencia y lealtad) un instrumento idóneo para dicha labor de control pero poniendo el acento, no en la eficacia ex post derivada de su incumplimiento, sino en el efecto disuasorio ex ante que proporciona la existencia de unas pautas de actuación funcional a través de proposiciones objetivas de carácter, en principio, imperativo. Así pues, determinar los deberes y prestaciones debidos de los administradores reviste extraordinaria trascendencia en el marco de lo que constituye su némesis, esto es, en el terreno de la responsabilidad.
“Se pretende el escrupuloso alineamiento del comportamiento de los administradores con el interés social, verdadero criterio rector de la actuación de la administración societaria. ”
Puesto que el propietario ha puesto el capital, lo que le interesa es maximizar su valor o maximizar el valor de la empresa, mientras que los administradores pueden tener otras preferencias u otros intereses que pueden entrar en conflicto con los sociales. La Ley 31/2014, de 3 de diciembre, para la mejora del gobierno corporativo vino a configurar, en la Ley de Sociedades de Capital, un verdadero cuerpo estatutario de deberes del administrador. El carácter fiduciario y orgánico en el marco de la relación de gestión de intereses ajenos del cargo de administrador, impone una exigencia conductual que se proyecta sobre dos deberes paramétricos, uno de carácter interno, operativo o funcional -deber de diligencia- y otro de carácter externo, ético y representativo -deber de lealtad-.
La diligencia constituye el patrón de conducta general del administrador en el ejercicio de su cargo. En sentido propio, el deber de diligencia impone la obligación de actuar de una determinada manera llevando a cabo una serie de actividades y poniendo todos los medios necesarios para la consecución de objetivos concretos, si bien esta obligación no supone que se deban obtener siempre los resultados pretendidos en la medida en que nos encontramos ante una obligación de medios.
El deber de diligencia del administrador se regula en los artículos 225 y 226 de la Ley de Sociedades de Capital -LSC en adelante-. El primero relativo al contenido del deber de diligencia en el marco preventivo. El segundo, que incorpora a nuestro ordenamiento positivo societario la regla de la discrecionalidad empresarial importada del Common Law, contempla la diligencia en el juicio revisorio conductual.
El deber de lealtad es la proyección normativa del principio de la buena fe en el marco de la actuación gestora. Lealtad al principal -sociedad- implica fidelidad y alineamiento con su voluntad e intereses. Partiendo de que la elección del administrador por la Junta se basa en la confianza -fiducia-, la infracción a la lealtad impone prevalerse el administrador de su condición de tal conculcando aquella confianza que se deposita en él, para procurarse un beneficio o ventaja propio o para terceros. El deber de lealtad es pues, consustancial a la relación fiduciaria gestora en la que se cimenta la relación de administración de ahí que, salvo tasados supuestos de dispensa -art. 230 LSC-, su regulación es imperativa.
El deber de lealtad se regula en los arts. 228 y 229 LSC. El primero contempla las obligaciones básicas del deber. El art. 229 prevé una relación de conductas que, en régimen de numerus apertus, constituyen la proyección externa de la infracción del deber de lealtad, es decir, la concurrencia de un conflicto de interés que es aquella situación en que concurre una colisión o pugna de intereses opuestos entre el administrador y la sociedad concretada en un acto o negocio idóneo para que aquél -administrador-, ponga en riesgo los intereses de ésta -sociedad-.
El deber de diligencia y el de lealtad imponen la observancia de unas pautas de actuación -tantos las acciones como las omisiones pueden constituir infracciones de los deberes fiduciarios- sobre la base del respeto y alineamiento con el interés social. Separarse de tales pautas puede suponer verse sometido a una acción social de responsabilidad así como a una serie de acciones por infracción del deber de lealtad introducidas por la Ley 31/2014 en los art. 227.2 y 232 -acción de enriquecimiento injusto, de impugnación, cesación, remoción de efectos, nulidad de actos o contratos-.